Autor: Fernando Fernández Méndez de Andés
En 2016 hizo fortuna un libro del ex CEO de Pimco y colaborador habitual del Financial Times, Mohamed El-Erian llamado The Only Game in Town. Criticaba la posición en que las políticas monetarias no convencionales habían situado a los bancos centrales, que aparecían en el imaginario colectivo como el único instrumento eficaz de política económica y los garantes del crecimiento y el pleno empleo. Privilegio no deseado, pero aceptado, que les compelía a asumir mayores responsabilidades, a dotarse de instrumentos cada vez más novedosos, situándolos en una posición hegemónica que ha resultado en el cuestionamiento creciente de su independencia.
En los últimos meses los dos bancos centrales más poderosos, la Fed y el BCE, han venido navegando entre un crecimiento robusto pero amenazado por las guerras comerciales y unos datos de inflación que se resistían a subir. La respuesta típica a una situación confusa en un banco tan heterogéneo como el BCE ha sido tradicionalmente la inacción. Y esa ha sido la crítica más habitual a la actuación de la autoridad monetaria europea. Pero algunos datos recientes han cambiado el panorama. En concreto, los datos de empleo en Estados Unidos y la producción industrial alemana han provocado una drástica reacción en los mercados financieros, una caída espectacular en las rentabilidades de los bonos, particularmente los soberanos europeos, con entradas masivas en terreno negativo, y la inversión de la curva de tipos americana.
Políticos y mercados se han vuelto una vez más a sus bancos centrales exigiendo acción. Una acción que ignora el escaso margen de actuación con el que cuenta la política monetaria ante un nuevo ciclo recesivo, y el exceso que en mi opinión significa agotarlo ante lo que puede quedar en una simple moderación temporal del crecimiento. Salvo que nos apuntemos a una de las tres tesis alternativas que empiezan a ser muy populares en el discurso político: la llamada teoría monetaria moderna (TMM), las cuentas privadas digitales en los bancos centrales (CBDC) y la creación de inflación como objetivo último de la política monetaria.
Las dos primeras son todavía una curiosidad intelectual, aunque crece el número de políticos y ex – banqueros centrales que las comparten, mientras que la tercera es la doctrina dominante entre las autoridades monetarias y la guía práctica de su actuación actual. La TMM, que no tiene nada de moderna, se resume en que con tipos cero y sin riesgo de inflación, la deuda pública no solo es indolora sino una bendición, una necesidad para sacar a la economía de su estancamiento secular. Vamos que el papel de la política monetaria es financiar la expansión fiscal sin límite alguno. Bueno para ser justos, sin más límite que el que impongan unos mercados de bonos enganchados a compras masivas de los bancos centrales, que se anunciarían indefinidas en el tiempo.
Las CBDC son el último grito para superar las restricciones a cuán negativos pueden llegar a ser los tipos de interés. Tradicionalmente se pensaba que el límite lo impone la seguridad física, el precio del riesgo de tener el efectivo guardado en el colchón o en cajas fuertes domésticas. En países bien estructurados y con una policía y un sistema judicial efectivos, este límite no es muy alto. Pero si los bancos centrales emiten dinero virtual, si sustituyen obligatoriamente el efectivo, los billetes y monedas en circulación, por cuentas corrientes virtuales de los particulares en el propio banco central, el límite al valor negativo del tipo de interés, el llamado Zero bound, desaparece. Claro que el coste es la posibilidad de represión financiera generalizada o de expropiación a voluntad del gobierno de turno. Porque, ¿dónde quedaría en esas circunstancias la independencia del banco central? Pero esto es pecata minuta para salvar al mundo y librar a la población de los maliciosos banqueros.
Mientras llegamos a ese mundo feliz a la Huxley, a ese nirvana tecnológico orwelliano, el objetivo asumido voluntariamente por los bancos centrales de los países desarrollados es crear inflación. E implícitamente crear empleo y crecimiento, estimulando el consumo y la inversión presente al precio que sea. Incluida la estabilidad financiera y la sostenibilidad de los equilibrios ahorro inversión. Objetivo tan loable como inútil porque ignora la razón de fondo por la que no hay inflación, que no es otro que un cambio estructural tan masivo como temporal. Insisto en este último punto de la temporalidad porque frente a lo que parece pensarse, esta vez tampoco es diferente.
Vivimos temporalmente en las economías avanzadas y en buena parte de las emergentes, pero no todas, en un mundo sin inflación. Pero no se debe a un problema de insuficiencia de demanda efectiva; no es por falta de crédito ni de demanda privada o pública insuficiente. Basta con ver el crecimiento del consumo privado y público, el tono expansivo de la política fiscal, la resistencia a la baja del déficit estructural o el estancamiento de la deuda pública a máximos históricos. ¿Cuál debe ser el papel de la política monetaria en estas circunstancias? La respuesta convencional, la que goza de más respaldo en la profesión y la que sin duda parecen haber adoptado los principales bancos centrales es conocida: crear inflación. Que la inflación es solo y fundamentalmente un fenómeno monetario es la tesis en la que curiosamente han venido a coincidir monetaristas y neo keynesianos, conservadores y progresistas, conservadores y liberales. Y a crear inflación llevan años dedicados con encomio envidiable y resultados insuficientes, a juzgar por sus propias estimaciones. Resultados insuficientes, pero no exentos de consecuencias negativas. Déjenme que me centre en tres:
Primero, mantener tipos negativos estimula el consumo presente, incentiva el endeudamiento público y privado y castiga el ahorro. De hecho, los tipos negativos pueden interpretarse como una transferencia intergeneracional de renta al presente y como un impuesto al ahorro. En concreto, como un impuesto al ahorro minorista que se refugia en activos seguros, sin riesgo aparente, como la deuda pública o las cuentas a plazo, cuyo rendimiento actual es inexistente y tendrá que ser negativo si la situación se prolonga mucho. Las consecuencias distributivas son evidentes. Son los pequeños ahorradores, los más conservadores por buenas razones, los que pagan este impuesto, pues el resto siempre puede aventurare en el mundo de los hedge funds y private equity, en crecimiento exponencial. Como corresponde a la política seguida.
Segundo, estimular la demanda efectiva, cuando la economía está creciendo cerca del potencial, debería generar inflación. Si éste no es temporalmente el caso, porque lo impide la revolución en marcha, tecnológica y global, se traduce necesariamente en problemas de balanza de pagos, en déficit comerciales crecientes. La política de tipos cero exporta empleo, precisamente cuando los fenómenos estructurales en marcha ya lo están haciendo de manera transitoria pero implacable. Si además pretendemos crear inflación de oferta subiendo salarios, añadimos más leña al fuego. Porque se provoca un deterioro adicional de la competitividad internacional. Cabe poca duda que la fortaleza de las balanzas de pagos alemana o española tiene que ver con la moderación salarial exhibida en los últimos años, décadas en el caso alemán. Si renunciamos a ella, si los bancos centrales se pliegan al poder político y se apuntan al carro de los que reclaman aumentos salariales, nos complicaremos más aún la vida. Añadiremos el deterioro de las cuentas exteriores al de las cuentas públicas. Todo ello para crear una inflación que no vendrá. Hasta que se agote el efecto deflacionista de la revolución estructural en marcha. O se detenga abruptamente por decisiones políticas mercantilistas. Pero ojo, que la venganza puede ser tremenda.
Tercero, al mantener los tipos cero durante tanto tiempo, los bancos centrales han alterado las expectativas de los agentes de forma muy poderosa. Por eso, a pesar de todos los esfuerzos en las políticas de comunicación y su configuración como un instrumento preferente de la acción de los bancos centrales, los inversores han venido a descontar que los tipos permanecerán muy bajos, prácticamente a los niveles actuales, durante al menos tres años. O sea, durante todo el horizonte razonable de planificación financiera. Y con esa convicción, las curvas de tipos se han aplanado o invertido. No necesariamente porque los mercados estén descontando una recesión, sino porque prevén la permanencia de estos tipos de interés y de estos niveles de inflación. Al menos, hasta que no haya una sorpresa que les haga cambiar de opinión. Con tipos bajos y curvas planas, el negocio bancario es muy difícil. Por mucho que se empeñe el BCE en negarlo, véase la reacción inmediata de las cotizaciones bancarias al último cambio de tono del BCE o la relación de valor entre la banca americana y la europea. Más difícil aún si hay indicios de exceso de capacidad instalada en la industria bancaria, como vienen repitiendo algunas autoridades, o si hay muchas entidades fuera de la presión competitiva por gozar de garantía pública implícita, como es el caso en Europa. Por no hablar del contexto conocido de presión regulatoria creciente y nuevos competidores digitales con menores costes unitarios que han roto ya las cadenas de creación de valor en la industria. La rentabilidad es y será escasa. Por muchas fusiones que se produzcan, salvo que los bancos aumenten sensiblemente su poder de monopolio, de fijar precios. Lo que no parece probable y no es desde luego deseable.
Quizás haya llegado la hora de abandonar la tentación arbitrista, de recuperar la humildad y de plantearnos cuál debe ser el objetivo de la política monetaria. Si crear inflación va a ser imposible, si generar demanda efectiva es tarea inútil en economías abiertas, quizás la estabilidad financiera sea un objetivo irrenunciable. ¿Estamos seguros que se le presta la suficiente atención más allá de imponer crecientes restricciones y requisitos de capital, liquidez y activos resolubles a los bancos?, ¿es posible que la economía sea estable con un sistema bancario inestable?, ¿es posible que la economía sea estable con un sistema financiero poco rentable? Esa es la pregunta que no veo hacerse a los banqueros centrales. Más preocupados de afinar sus estrategias actuales y de sustituir el target de inflación por el del nivel general de precios o el crecimiento nominal. Pero siguen pensando que son los únicos jugadores, el único instrumento, los guardianes de las esencias, los estabilizadores necesarios de los mercados financieros, los garantes del crecimiento y el empleo. Y así socavan su propia independencia y prometen lo que no pueden dar. ¿Generando más populismo? No me atrevo a decir tanto, pero tampoco a excluirlo.
Autor: Fernando Fernández Méndez de Andés
Doctor en Economía y Profesor en IE Business School. Consejero de Bankia. Miembro del Comité Científico de Bruegel y del Consejo Asesor de la Fundación de Estudios Financieros. Ha sido miembro de la Comisión de Expertos para la Reforma Fiscal 2014. Ha sido Chief Economist del Banco Santander, Economista Principal del Fondo Monetario Internacional y Rector de las universidades Antonio de Nebrija y Europea de Madrid.