Autor: Fernando Fernández Méndez de Andés
Frente a la pasividad de la que se le acusó en la crisis financiera, la actuación de la Unión Europea en respuesta a la pandemia ha sorprendido muy positivamente. Cierto que la magnitud de la crisis no tenía precedente en tiempos de paz, con caídas históricas del PIB de dos dígitos y con consecuencias muy asimétricas por países, grupos sociales y sectores productivos. Pero la política económica ha respondido con prontitud e intensidad sorprendente, y con una coordinación internacional encomiable.
Hemos asistido a una doble expansión, monetaria y fiscal, que se ha traducido en un crecimiento espectacular de los balances de los principales bancos centrales, que hace palidecer la que se produjo en la crisis financiera, y en unos niveles de déficit y deuda pública nunca vistos, incluso en países tradicionalmente frugales. Pero se ha conseguido contener el impacto en el empleo y sostener la renta disponible de familias y empresas. Año y medio después, la recuperación empieza a ser una realidad, al menos en aquellos países que parecen haber acertado en su campaña de vacunación. Y pareciera que ha llegado la hora de plantearse la retirada de los estímulos extraordinarios, o al menos de diseñar un plan de salida y retorno a la normalidad monetaria y fiscal. Aunque el debate sobre la nueva normalidad ha alcanzado también a la comunidad académica y son muchos, quizás mayoría, los economistas que hablan de un nuevo activismo fiscal permanente y de la consolidación indefinida del tamaño a la japonesa de los balances de la autoridad monetaria.
Argumentan en su favor, las dudas sobre la recuperación generadas por la persistencia de serios problemas en la cadena global de suministros, la sostenida subida de los precios de la energía -petróleo, gas y electricidad-, y la ya larga duración de los repuntes inflacionistas aún concebidos como transitorios. Factores coyunturales que se unirían a las tesis del estancamiento estructural y de la caída secular del tipo de interés de equilibrio, o tipo natural, para justificar una expansión monetaria sin límite definido y unos déficits públicos persistentemente elevados que no suscitan problemas para su financiamiento en este contexto de tipos cero a diez años. Adicionalmente, las elevadas necesidades sociales, el envejecimiento de la población y la obligada transición energética justificarían niveles muy altos de gasto público. Cobra así fuerza creciente en el mundo político una especie de teoría del déficit justo e incruento que permea la definición de las políticas económicas y a la que es difícil sustraerse.
En paralelo, hoy ya sabemos que esa ansiada normalidad aún tardará en producirse, más aún en los países mas sensibles a las restricciones a la movilidad o con estructuras productivas débiles, y que la economía mantiene signos de vulnerabilidad a nuevos brotes y variantes del Covid, a la fragilidad de las posiciones financieras de muchos países y empresas y a sorpresas inflacionistas que ya no parecen tan lejanas. Vulnerabilidad que se irá manifestando a medida que los tipos de interés empiecen a subir, o que los bancos centrales tengan que renovar sus niveles de intervención y compra de activos, para cumplir su compromiso de sostenimiento de la curva de tipos y reconducir las expectativas del mercado. Las preguntas y preocupaciones del momento en los mercados financieros son sencillas, ¿hasta cuando podrá mantenerse esta expansión monetaria?, ¿cuándo comenzará el tapering, la retirada programada de esa inmensa liquidez? ¿Será una retirada gradual y coordinada, o se precipitará ante una inflación no tan transitoria? ¿es posible un desacoplamiento de los tipos en Europa y Estados Unidos como el que ya se está produciendo en las economías emergentes, que ya han iniciado el ciclo de alzas?, ¿acabará habiendo un problema sistémico de morosidad?
No es objeto de este artículo intentar dar respuesta a estos interrogantes fundamentales, pero es importante tenerlas en cuenta al analizar las peculiaridades del proceso europeo, de su respuesta a la crisis, de sus equilibrios institucionales, y de sus posibilidades de desarrollo futuras. Porque la política europea, su diseño institucional y sus medidas de estímulo, no son ni serán ajenas al devenir de la actividad económica y el sentimiento de los mercados. Empecemos por describir la rápida e intensa respuesta europea a la crisis provocada por la pandemia. En un breve período de tiempo, muy breve para los usos europeos, apenas en los pocos meses que van de marzo a septiembre de 2020, la Unión diseñó y propuso un plan de acción verdaderamente ambicioso, aunque su implementación fuera luego todo lo lenta que la gobernanza y el método comunitario exigen. En ese período (i) se aprobó un fondo para la protección del empleo, el programa SURE, que consiste en una Línea de Crédito a los Estados miembros de hasta €100.000 m. para financiar las políticas activas de empleo, el seguro de desempleo y las medidas de sostenimiento de rentas salariales para los sectores afectados por el confinamiento; (ii) se adoptó una política muy activa del BEI, Banco Europeo de Inversiones, aprobando un fondo paneuropeo de €25.000m para garantías a pymes, que implicaba movilizar €200.000m en crédito a esas empresas en condiciones muy concesionales, y un esquema de reaseguro de las garantías nacionales concedidas por los bancos de promoción nacionales, (ICO, KFW). Con estos programas se perseguía evitar un racionamiento del crédito a ese sector crucial del tejido productivo y social, como había sucedido en la crisis financiera de la década anterior.
La tercera pata de actuación europea fue avanzar en la reforma del MEDE, el Mecanismo Europeo de Estabilidad. Se habilitó una nueva línea de crédito de hasta 2% del PIB nacional, PCL, (Pandemic Crisis Support), para financiar gastos sanitarios sin condicionalidad. Y se amplió la línea tradicional “de rescate”, pero con condicionalidad menos exigente, ECCL, (Enforced Contingent Credit Line) hasta €410.000m. Aunque el estigma asociado a su utilización ha impedido que sea activada por ningún país. Lo que debería llevar a un replanteamiento de la utilidad de este instrumento, y de esta institución, en el esquema actual de gobernanza fiscal europea y un banco central extraordinariamente activo en la compra de bonos públicos. Porque dicho con absoluta claridad, ¿por qué iba un gobierno a someterse a la disciplina y fiscalización externa del MEDE si encuentra financiación garantizada en el programa extraordinario de compra de activos públicos puesto en marcha por el BCE, el PEPP, Pandemic Emergency Purchase Program? Un programa diseñado para evitar restricciones de crédito durante la pandemia, que permite al BCE saltarse la regla de capital, la proporcionalidad, en la compra de bonos soberanos de los distintos Estados miembros, y que continúa en vigor formalmente hasta el primer trimestre de 2022. Su continuidad, y en su caso las condiciones de la misma, constituye uno de los grandes interrogantes futuros.
Y, por último, la gran estrella de la actuación europea, los Fondos Next Generation EU, más de €800.000m distribuidos prácticamente a mitades iguales entre transferencias y créditos blandos y a desembolsarse en tres años. Contiene varios instrumentos, pero el más importante es el Fondo Europeo de Recuperación y Resiliencia, FERR. En el momento de su aprobación tres eran los temas principales de debate (ver Anuario del Euro 20211): su cuantía y distribución, los criterios y condiciones de acceso, la llamada condicionalidad, y su financiación. Conviene recordar aquí que los fondos no son de libre disposición por el gobierno de turno, sino que su utilización requiere aprobación previa europea sujeta a una doble condicionalidad: programática y macroeconómica. Que los fondos se utilicen para los objetivos previstos -digitalización de la economía y la sociedad y transición energética y descarbonización- es condición necesaria pero no suficiente. Es necesario además que cumplan con las orientaciones de política económica que periódicamente hace la Comisión en el proceso de supervisión y evaluación de la economía de los diferentes países conocido como “el semestre europeo”. Porque no tendría mucho sentido que la Unión financiase políticas que no fueran consistentes con sus recomendaciones, ni que desaprovechase una oportunidad como ésta para facilitar los ajustes necesarios, frecuentemente dolorosos políticamente. En términos de economía política, la Unión quiere que los fondos se usen para asegurar la voluntad de reforma.
La financiación del FERR fue también motivo de intensos debates políticos, porque con carácter excepcional se ha levantado la restricción al endeudamiento que es la norma de funcionamiento del presupuesto europeo. Por esta vez, y exclusivamente para este propósito, se ha permitido a la Comisión endeudarse y emitir así, los primeros “bonos europeos”. Bonos que han tenido una excelente acogida en el mercado2, como era previsible pues son de la máxima calidad crediticia. Se crea así, sino el primer eurobono, ya ha habido algunos precedentes con las emisiones del MEDE, el BEI o incluso el programa SURE, el primero que no tiene un carácter finalista, en cuantía tan significativa que convierte a la Comisión en uno de los principales emisores en el mercado financiero europeo, y cuyo servicio, amortización e intereses, se hará directamente del presupuesto comunitario, lo que requerirá su ampliación y la creación de nuevos impuestos europeos. Debate interesante, y pendiente, es el estatus en el que, de generalizarse su emisión, estos eurobonos dejarían a los bonos soberanos de los Estados miembros, pues es posible que les reste atractivo y fuerce una subida de diferenciales, especialmente para los soberanos percibidos de más riesgo. Más aún si coincide con la retirada de las compras extraordinarias del BCE.
Con la aprobación del programa NGEU, los federalistas europeos han subrayado que comienza el momento Hamiltoniano de la deuda europea3, un largo proceso que nos acerca a la creación de un Tesoro Europeo para emitir, servir y gestionar el activo europeo seguro largamente demandado. Conscientes de las dificultades de este proceso, y del carácter formalmente extraordinario e irrepetible del NGEU, insisten en que la Unión siempre ha avanzado en momentos de crisis, y que esos saltos oportunistas en la construcción europea se han consolidado después, con la paciencia exigida por el método comunitario. En apoyo de su tesis citan repetidamente que la unión monetaria se aprobó en plena crisis del sistema monetario europeo y que luego tardaron diez años en hacerla realidad. Y otros diez años y una nueva crisis, la gran crisis financiera, para traducirla en una unión bancaria. En este relato catárquico tan europeo, habría hecho falta una crisis sanitaria para sentar las bases de la unión fiscal.
Al mismo tiempo, los euroescépticos, en su realismo cotidiano, recuerdan que se trata formalmente de una actuación excepcional, sin repetición prevista, un one-off que solo se justifica en una emergencia sanitaria sin precedentes y no en ninguna decisión política de compartir riesgos fiscales ni de crear un fondo de estabilización macroeconómica con carácter permanente. Y que no ha habido en esta pandemia, ningún avance significativo en completar la unión monetaria, nada respecto a la puesta en marcha del seguro europeo de depósitos. Nada tampoco en la unión fiscal, más allá de suspender transitoriamente la aplicación de las reglas fiscales en esta emergencia. El verdadero debate fiscal empieza ahora, en 2022, una vez que la Comisión ha abierto un proceso formal de consulta. Y las opiniones de los diferentes gobiernos europeos no parecen haberse movido mucho, con el interrogante de la postura final que pueda adoptar el nuevo gobierno alemán. Nada se ha avanzado en la definición de la necesaria combinación de solidaridad y disciplina en la Unión, que es en última instancia una cuestión de cesión de soberanía fiscal. Como ha recordado estos días un viejo conocido de los debates europeos, Otmar Issing, el otrora todopoderoso Economista jefe del BCE.
Pero es que además, y aunque el debate público, político y académico español, rezume una exuberancia casi irracional con la cuantía y efectos de los fondos europeos, es legítimo plantear algunas dudas existenciales sobre ellos. Dudas que son más necesarias si recordamos que los Presupuestos Generales del Estado recogen un desembolso de €11.000m en 2021 y €31.000m en 2022. Desembolsos que de producirse, y ser bien utilizados, tendrían un impacto en el crecimiento de 0,6 p-p. en 2021 y 1,8 p.p. en 2022. Pero cuidado, que son muchas y crecientes las dudas sobre (i) el realismo de esos supuestos desembolsos, dados por ejemplo lo acometido hasta octubre y el mejorable historial español en aprovechar los programas europeos, una tasa de éxito de apenas el 40%, (ii) sobre la capacidad de absorción de estos niveles de gasto público, que prácticamente equivalen a toda la inversión pública en un año normal y para los que hay que diseñar programas específicos de gestión, supervisión y ejecución (iii) y sobre la capacidad para gastarlos eficientemente en lo que debería ser la primera prioridad, aumentar el crecimiento potencial y el nivel de empleo de la economía española. Sin mencionar las críticas cada vez mas generalizadas a la débil y politizada gobernanza4 del programa español.
Los Fondos NGEU llegan tarde, cuando Europa ya está en plena recuperación y crece la preocupación sobre la inflación que puede retroalimentarse con estos desembolsos. Lo que pone de manifiesto el problema de gobernanza de la Unión Europea, que se añade a los conocidos problemas de retardo de la política fiscal, retardos que son especialmente preocupantes en una Unión Monetaria ahora que se habla de convertir en permanente un mayor activismo fiscal y que requerirían aumentar los estabilizadores automáticos a escala europea a la hora de redefinir las reglas fiscales. Los fondos NGEU no son el fondo de estabilización macro que necesita la UEM, aunque pueden ser su embrión. Pero tampoco es un fondo estructural permanente, sino un fondo oportunista, para dos objetivos programáticos que son los únicos que concitan un amplio consenso en Europa, la digitalización y descarbonización. Un consenso amplio, pero no unánime, como estamos viendo en su aplicación concreta, que puede erosionarse con la subida de los costes de la energía, pero que en cualquier caso no parece que pueda ser motivación política suficiente para un fondo permanente. Por último, los fondos NGEU pueden crear un incentivo económico perverso a gastar, y en la medida en que existe una fuerte presión política a gastarlos todos, alimentan la necesidad de inventar y desarrollar nuevos programas de gasto. El criterio de medida no puede ni debe ser cuánto se ha gastado, sino como y en qué se ha gastado. Si se han cumplido los objetivos y se ha dejado una economía española, y europea, más sólida y eficiente.
Por eso conviene recordar, para terminar, la lista de debilidades estructurales de la economía española. Una lista bien conocida y que goza de amplio acuerdo técnico, con los obligados matices dependido de las afinidades y sensibilidades ideológicas o sentimentales de cada uno. Un mercado de trabajo injusto e ineficiente en una frustrante búsqueda permanente de la flexibilidad, mas necesaria si cabe en un mundo globalizado y digitalizado. Unas cuentas públicas ancladas en un déficit estructural de cinco puntos del PIB, con impuestos ineficientes que lastran el crecimiento, un debate fiscal que confunde bien público con monopolio público en su provisión y que está preso de un federalismo fiscal disfuncional que carece de los incentivos adecuados a la estabilidad. Un raquitismo empresarial que nos ha pasado factura en esta crisis y aumenta nuestra vulnerabilidad cíclica. Un sector público ineficiente carente de criterios de productividad y sin una gestión racional de sus recursos humanos. Una justicia que por su lentitud e imprevisibilidad es un obstáculo al crecimiento económico . Y un sistema educativo manifiestamente mejorable. Resolver estas debilidades debería ser la auténtica vara de medir el buen uso de estos fondos europeos.
[1] The Euro in 2021, Moving Forward: Monetary Union after Covid19, Fundación de Estudios Financieros y Fundación ICO, Capítulos 8 y 9.
[2] La primera subasta de bonos NGEU de la Unión Europea tuvo lugar el 14 de junio. Colocó €20.000m. a diez años (con una demanda por encima de €100.000m) a un precio de 2 p.p por debajo del midswap, equivalente a una rentabilidad de 0,086%, ligeramente por encima del bono alemán equivalente y por debajo del francés. El objetivo de la Comisión es colocar €100.000 este año. Con solo esta primera emisión, ya se duplica el importe de bonos SURE emitidos.
[3] Así llamado en honor al secretario del Tesoro norteamericano que reconoció y unificó las deudas de los estados federados tras la guerra de secesión.
[4] Roldán et.al., Reformas, gobernanza y capital humano: las grandes debilidades del plan de recuperación. EsadeEcPol, abril 2021
Autor: Fernando Fernández Méndez de Andés
Doctor en Economía y Profesor en IE Business School. Consejero de Bankia. Miembro del Comité Científico de Bruegel y del Consejo Asesor de la Fundación de Estudios Financieros. Ha sido miembro de la Comisión de Expertos para la Reforma Fiscal 2014. Ha sido Chief Economist del Banco Santander, Economista Principal del Fondo Monetario Internacional y Rector de las universidades Antonio de Nebrija y Europea de Madrid.