Autor: Carlos Contreras
Los profesionales de la industria financiera son conscientes de que la inflación es una variable transcendente en la gestión porque afecta al funcionamiento económico en todos los terrenos. Este fenómeno ha estado aparcado en los libros de macroeconomía e historia económica desde que comenzó lo que John B. Taylor denominó la etapa de la “gran moderación”. Sin embargo, los últimos datos estadísticos sobre las subidas de los precios han hecho correr, de nuevo, ríos de tinta sobre los peligros de este fenómeno.
Recientemente se han ido sucediendo varios acontecimientos que han generado presión alcista sobre los precios de los bienes y servicios. En primer término, el impacto de los desajustes en las cadenas de producción por el efecto de los confinamientos derivados de la pandemia del Covid19. Posteriormente, por el movimiento que vino a denominarse la great resignation, dimisiones, masivas e inesperadas, de empleados en diferentes niveles organizativos en algunos mercados como Estados Unidos y Reino Unido, con impacto al alza en los salarios. En tercer término, los problemas de producción de semiconductores por la sequía en Taiwán, que ha ralentizado el proceso de producción en los sectores de equipos de tratamiento de información y, particularmente, en el de producción de automóviles. A continuación, se produjo una fuerte subida de los precios de la energía (gas y petróleo) en un contexto pre-bélico y de recuperación de la demanda para producción. En cuarto lugar, con la invasión de Ucrania por parte de Rusia, por la propia guerra y por las sanciones impuestas sobre Rusia, los precios energéticos se han disparado, y también está subiendo el precio de un conjunto de materias primas en cuya producción los dos países en conflicto tienen una participación relevante. Particularmente significativo es el caso del trigo, el maíz, la cebada, las aves de corral, y la carne porcina, pero también los fertilizantes y determinados metales con uso industrial como el litio, el platino, el paladio o el titanio. Finalmente, en el caso español, las cadenas logísticas se han visto afectadas por huelgas de transportistas que han generado escasez transitoria de productos.
En este contexto, diversos macroeconomistas están debatiendo sobre la “muerte académica” de la teoría monetaria moderna (MMT). La afirmación más provocativa de la MMT es que la monetización del déficit público no tiene relevancia desde la perspectiva de la inflación, al menos para aquellos países que pueden endeudarse emitiendo pasivos denominados en sus propias monedas. Los defensores de la MMT consideran que los gobiernos/bancos centrales monetariamente soberanos disponen de un espacio político muy flexible y que pueden eludir las restricciones financieras tradicionales, sin causar efectos sobre los precios a medio y largo plazo. De hecho, proponen que las autoridades dejen se preocuparse por si van a tener que “pagar” el incremento de deuda con más impuestos o con recortes del gasto público, ya que alejados de las cortapisas que imponía el patrón oro, el dinero es sólo una herramienta legal y social. De forma que los políticos deben centrar sus esfuerzos en aumentar de forma sostenible la capacidad productiva para mejorar el nivel de vida de las generaciones futuras. La cuestión es si, después de inyectar trillones de unidades monetarias en el sistema, los precios pueden permanecer estables indefinidamente o si, por el contrario, el valor de las monedas tiene que devaluarse inexorablemente en su relación con los bienes materiales. En definitiva, se discute de nuevo si la inflación, siguiendo la tradición monetarista, es un fenómeno con origen esencialmente monetario.
Por su parte, los policy makers están centrados en varias cuestiones. Primero, en determinar en qué medida las políticas de rentas, aunque recomendables, son eficaces para frenar una espiral de precios y salarios, en un contexto en el que las expectativas de inflación ya han salido de la botella (en el ejemplo moderno, la pasta dentífrica ha salido de su envase). También, si resulta oportuno intervenir en los precios o, por el contrario, conviene confiar que la mano invisible del mercado se ocupe de reequilibrar la demanda. En este caso los gobiernos deberían centrarse en asegurar que el nivel de competencia en el sistema es suficientemente elevado. En tercer término, decidir en qué medida es razonable practicar una nueva fase de expansión fiscal (en este caso vía subvenciones a los precios de la energía) dado que, en un contexto de shocks de oferta, el estímulo de demanda no garantiza efectos suficientemente expansivos sobre el crecimiento económico, mientras que se retrasan los procesos de adaptación a la nueva situación. Y, además, se cuestionan si en un escenario de elevado endeudamiento público como el actual, derivado de las políticas previas de gasto que requirió la pandemia, una nueva expansión fiscal puede llegar a poner en peligro la sostenibilidad de la deuda pública en algunos países con fuerte estrés fiscal.
A su vez, los bancos centrales están en la tarea de cómo ir acomodando sus políticas monetarias a las nuevas circunstancias. Inicialmente calificaron el repunte de la inflación como un fenómeno transitorio, lo que parecía darles margen temporal para llevar a cabo el proceso de normalización monetaria, empezando por el tapering (eliminado las políticas de quantitative easing de compra de papel), siguiendo por la reducción de sus balances (lo que implica dejar se reinvertir los activos en cartera cuando éstos van venciendo) y continuando con subidas de los tipos de interés oficiales. Ahora, para recuperar la credibilidad, en su discurso dirigido al mercado han eliminado el matiz de transitoriedad de la subida de los precios y declaran que se requerirán acciones de mayor intensidad y que deben ser ejecutadas de forma más acelerada. Tras varios shocks negativos de oferta su objetivo principal consiste en tratar anclar las expectativas con un escenario de estabilidad de precios, y ello exige dejar de monetizar los déficits públicos y esterilizar la expansión monetaria. Sin embargo, este objetivo puede verse comprometido por dos circunstancias. Por una parte, el temor a que el impacto negativo de políticas monetarias muy contractivas sobre el crecimiento económico termine por conducir a una situación de stagflation. Y, en segundo lugar, porque existe el riesgo de provocar una nueva crisis financiera de deuda y bursátil, después de años de tutelar los mercados.
El conflicto bélico concluirá, esperemos antes que después y, en el mejor de los casos, sin que se extienda geográficamente y sin que se incorporen nuevos jugadores. Las cadenas de suministro y logísticas también se reajustarán previsiblemente en un plazo razonable. Si en próximos meses los precios se mantuvieran en los actuales niveles elevados pero estables, el efecto estadístico reflejaría datos de inflación muy bajos. Pero cabe preguntarse si en los últimos tiempos ha cambiado algo relevante en cuanto a las expectativas de inflación a medio y largo plazo. Los efectos de las inyecciones monetarias, que se iniciaron con la crisis financiera de 2007 y los programas de gasto y nuevas inyecciones monetarias que añadieron por la crisis del Covid19 han generado lo que Taylor ha denominado la “gran desviación”. Y existía consenso que sería preciso neutralizar las inyecciones monetarias e implantar gradualmente programas de consolidación fiscal. Pero se esperaba que esto pudiera hacerse en un contexto caracterizado por una tendencia en general de deflación de costes como la que habíamos estado viviendo. Veamos en qué medida esta tendencia va a estar afectada por los recientes acontecimientos geopolíticos y otras circunstancias.
En primer término, desde el final de la Guerra Fría, la superioridad militar de Estados Unidos había funcionado como una barrera de entrada diseñada para impedir que las potencias emergentes desafiasen a Estados Unidos allí donde sus intereses son primordiales. Desde la caída del Muro de Berlín, el mundo se instaló en una Pax Americana, que permitió a Occidente reducir el gasto en defensa, redirigiéndose más recursos hacia actividades directamente productivas y mitigando los problemas de déficit público. Es lo que vino a denominarse el “dividendo de la paz”. Pero la capacidad de Estados Unidos y de los países de la OTAN para mantener esta barrera, sin una política de elevado gasto en defensa, se complica a medida que potencias emergentes como China se hacen más ricas y aumentan sus gastos militares.
En segundo lugar, la globalización alentada por la búsqueda radical de eficiencia ha generado un desplazamiento de la producción de bienes y servicios hacia centros con menores niveles salariales (y menos derechos humanos). El hecho de que China e India se hayan convertido, respectivamente, en la fábrica y la oficina del mundo ha implicado una fuente de exportación de deflación hacia Occidente durante las últimas tres décadas. Se esperaba que, a partir de un nivel de desarrollo económico de estos dos países, las tensiones salariales frenaran e incluso invirtieran esta tendencia, generándose incluso exportación de inflación. Pero esta evolución no parecía inmediata, ya que la evolución de la renta per cápita en China va retrasada frente a los planes gubernamentales (de hecho, a fecha de hoy no se percibe una presión inflacionista vía demanda en esta economía)1. Además, se pronosticaba que antes de que operase este efecto negativo de presión salarial se producirían nuevos desplazamientos de la producción hacia centros más baratos como Malasia, Indonesia, Filipinas, y otros, en buena medida gestionados por la propia China (que tiene ya organizado un sistema de acuerdos de provisión con los clientes occidentales), lo que permitiría ralentizar el proceso por el que Occidente se vería abocado a importar inflación.
En tercer término, desde hace algunos años, vivimos un impacto bajista de largo alcance sobre los precios de los bienes y los servicios que se deriva del fenómeno de la incorporación de las nuevas tecnologías en el tratamiento de la información, la digitalización, la emergencia de Internet y la expansión de los smart phones. Además, la permanente extensión del fenómeno de la robotización implica una contención de los salarios, que tienen que competir con las amortizaciones anuales derivadas de las inversiones realizadas para incorporar robots en los procesos de producción. Dándose la circunstancia que estas inversiones son cada vez más baratas. Este fenómeno afectaba inicialmente a los trabajadores blue collars, pero ha alcanzado a los white collars y se extiende gradualmente hacia trabajadores con mayor nivel de cualificación.
Frente a estas tendencias con impacto bajista sobre los precios, en los últimos años ha surgido, particularmente en el mundo Occidental, una presión inflacionista derivada de los esfuerzos de los gobiernos y las empresas para adherirse a las iniciativas cero neto. Lograr un mundo más ecológico implica a corto plazo precios más altos. La transición energética implica inflación verde porque supone renunciar a fuentes hoy más baratas y contaminantes. Transformar los procesos productivos de las compañías para hacerlos más ecológicos requiere inversión en tecnología y gasto en I+D. Una innovación constante en este terreno se traduce en un aumento en los costes. Las nuevas tareas exigidas por la regulación medioambiental relativas a la elaboración y difusión de información corporativa sobre el cumplimiento de los objetivos ESG implica emplear trabajadores cualificados y recursos informáticos para garantizar datos e informes de alta calidad sobre sostenibilidad. Estas tareas implican también un aumento de los costes generales de las empresas. Además, la introducción de impuestos sobre el carbono empieza a ser considerada como una política fundamental en la estrategia de mitigación del cambio climático. Esta palanca para reducir las emisiones con la escala y la velocidad necesarias también implica un impacto alcista sobre los costes.
Por otra parte, el nuevo entorno geopolítico representa una fuente de inflación por varias vías.
Primero, el dividendo de la paz puede darse por acabado. Parece claro que, en un nuevo mundo polarizado de nuevo en dos bloques (con un eje Rusia-China), el gasto en defensa de los países Occidentales (dentro y fuera de OTAN) se incrementaría para hacer frente al mismo.
En segundo lugar, la optimización de los procesos de producción está incorporando un factor de “riesgo de suministro” que anteriormente prácticamente estaba fuera de la ecuación. En un mundo globalizado estable con producción just in time, el precio de los inputs era casi el único factor determinante en las decisiones de localización de los contratos de suministros. Hoy ya no es así. La atención al precio marginal de los factores de producción se comparte con el objetivo de resiliencia del aparato productivo. El sistema de decisión comienza a dar más peso a factores que reducen la eficiencia económica, como los parámetros de redundancia y los colchones de inventario. Además, la gestión de riesgos implica una necesaria diversificación de las fuentes de suministro y también de los sistemas de transporte, para evitar cuellos de botella. Ello exige contratar también proveedores second tier en precio. Por ejemplo, antes del conflicto en Ucrania, el mundo Occidental, comenzó a contemplar con mayor preocupación la concentración de la producción de semiconductores en Taiwán (53% del mercado y 92% en el caso de los chips más avanzados). Después del inicio de este conflicto, la posibilidad de una invasión de este país por parte de China forma parte del mapa de riesgos de muchas multinacionales.
En tercer término, pero en esta misma línea, además del mayor gasto en defensa, los gobiernos están planteando ciertas intervenciones adicionales en el terreno de la política industrial orientadas a asegurar la autonomía energética, a preservar determinadas capacidades de producción en sectores estratégicos y a desarrollar sistemas de alerta sobre cuellos de botellas en las cadenas de suministro2. Estas intervenciones implican en parte regulación, pero también en parte mayores costes gubernamentales. A medio plazo una mayor intervención del gobierno implica mayor inflación por la incorporación de los mayores costes impositivos a los costes de producción.
En cuarto término, aunque el CEO de BlackRock, Larry Fink, posiblemente exagera al declarar recientemente que el conflicto iniciado por Rusia pone fin al proceso de globalización, lo cierto es que en el mundo Occidental algunas compañías se están planteando una reubicación (reshoring) al menos parcial de algunos procesos de producción. A corto plazo, este fenómeno puede tener también un impacto alcista sobre los costes.
En quinto lugar, empresas y gobiernos se enfrentan a nuevos gastos e inversiones derivados de la necesidad de una mayor protección frente al avance de los ciberataques y el cibercrimen. Fenómenos que tienen su origen tanto en organizaciones criminales privadas como en gobiernos de determinados países no alineados con Occidente.
En este contexto, si tuviera que destacar algunos factores que determinarán el fenómeno de la inflación a medio y largo plazo elegiría los siguientes cinco:
Primero, la evolución de la tecnología y su incorporación en los procesos productivos. Cabe esperar que se acelere e intensifique la adopción de los sistemas inteligencia artificial, el Internet de las Cosas, la nanotecnología y la implantación de la tecnología DLT (distributed ledger technology). En particular, lo que ha venido a denominarse la “industrialización de la inteligencia artificial”, en el contexto de la Web 3, puede suponer un nuevo salto, y muy significativo, en el impacto de la robótica en los procesos productivos. Previsiblemente éste sea el factor de mayor transcendencia sobre los precios a medio y largo plazo, y su signo es claramente deflacionista.
Segundo, las mejoras tecnológicas en el desarrollo de determinadas energías limpias (incluido el hidrógeno azul y verde) condicionarán la posibilidad real de mitigar el efecto inflacionista de la transición energética y, en el fondo, determinarán la capacidad de cumplir con los compromisos de descarbonización de Paris.
En tercer término, a medio plazo, el avance simultáneo de la robótica y la tecnología de impresión 3D puede mitigar el efecto negativo de una reubicación parcial en Occidente de los procesos de producción.
En cuarto lugar, la posibilidad de mantener y avanzar en el proceso de globalización en un entorno estable es relevante. Actualmente China no cuenta con un mercado interno suficiente para generar la demanda capaz de cubrir su capacidad productiva, mientras que necesita mantener abiertas sus fábricas para evitar una revolución social. Esta circunstancia puede contribuir, de momento, a un mayor pragmatismo de los dirigentes chinos en cuanto a su neutralidad en el nuevo contexto geopolítico.
Finalmente, las sociedades de las principales economías enfrentan un significativo proceso de envejecimiento de su población. No existe consenso sobre el signo del potencial impacto a largo plazo sobre la inflación de este proceso. Por una parte, podría provocar presiones deflacionistas, debido principalmente a expectativas de desaceleración del crecimiento económico. Sin embargo, de acuerdo con la hipótesis del ciclo vital, a medida que aumenta la edad media de la población, más individuos dejan de producir y financian su consumo con ahorro acumulado. La discrepancia entre la senda de demanda agregada y la producción puede generar presiones inflacionistas. Además, al reducirse la oferta de mano de obra, los salarios se ven presionados al alza lo que también contribuye a generar inflación vía costes.
[1] Aunque obviamente en un escenario de subida del precio de los inputs, la economía china actúa como un eje de transmisión de inflación.
[2] En esta línea, en Septiembre de 2018, en Estados Unidos se elaboró un Informe titulado “Assessing and Strengthening the Manufacturing and Defense Industrial Base and Supply Chain Resiliency of the United States. Report to President Donald J. Trump by the Interagency Task Force in Fulfillment of Executive Order 13806” en el que describía un conjunto de medidas y recomendaciones en este sentido.
Carlos Contreras. MSc in Economics (University of York), PhD in Economics (UCM). Associate Professor of Applied Economics UCM (on leave). His research has been published in journals such as Review of Public Economics IEF, Revista de Economía Aplicada, Journal of Public Administration, Finance and Law, Applied Economic Analysis, Journal of Infrastructure Systems, Papeles de Economía Española, Información Comercial Española and others.